
Texto publicado en Confabulario, suplemento sabatino de el diario El Universal, 23 de junio de 2007.
Rosario Castellanos y Sofonisba Anguissola
por CARMEN BOULLOSA
A Jean Franco
He leído a Rosario Castellanos desde mi adolescencia. La leo aún con admiración y placer. Hay algo en el tono de sus poemas que siempre me ha intrigado y sido incómodo, y que por fin he podido formular. Si lo pongo en términos de Rubén Darío, en la mayoría de ellos “no murmura, no interroga”, sino que la poeta “predica”. Habla con un tono mandatorio. Un tono de “autoridad” que causa en el lector un sobresalto extraño porque viene sobre un cauce de dolor. Bajo el dicho tono mandatorio, el subterráneo cauce doloroso no permite que los poemas de Castellanos se conviertan en globos engolados o pedantes, volviendo a Darío: llanamente predicatorios. Esta fuerza subcutánea los salva de convertirse en su propia lápida. Una fuerza que, repito, es dolor, y un cierto tipo que responde a la conciencia de una pérdida o un rompimiento.
Esta combinación —mandato con llanto— hacen de la poesía de Castellanos un fenómeno único en la literatura en lengua española. ¿Por qué tiene la voz poética de Rosario Castellanos esta inclinación irritantemente mandatoria? ¿Por qué necesita imponer lo que en la boca de otros poetas podría ser dicho sin forzaduras? Y ¿por qué está su poesía sobre un cauce de dolor —del que al final parece separarse, cuando escribe desde el otro lado del océano—? ¿Están acaso estas dos vertientes ligadas indisolublemente: la mandatoria, la de dolor?
Creo que he encontrado un camino para entender lo que me intriga. Como ocurre muchas veces en la literatura, la ruta a trazar entre dos puntos es la que exige un trayecto desviado. Como punto uno voy a echar mano del retrato que Rosario Castellanos nos proporciona de la infancia de una niña en Comitán, para acercarme a la naturaleza de este tono bipolar de su poesía. Como punto dos, para iluminarlo, para llenarlo de luz, voy a visitar los retratos de Sofonisba Anguissola, la pintora italiana que nació muy probablemente en 1532 y murió en 1625, respetada por Miguel Ángel, alabada por Giorgio Vassari, contratada por Felipe II para ser pintora de la Corte, idolatrada por Van Dyck, quien viajó a visitarla a Palermo cuando rondaba los noventa años para rendirle respeto y pintarla reiteradas veces. Sofonisba Anguissola nació en el seno de una familia aristócrata y rica de Cremona, una de cinco hermanas.
Según algunas versiones, Sofonisba era adolescente cuando murió su madre. Entonces su padre, Amílcar Anguissola, la envío, con su hermana Lucía, a aprender el oficio de pintora al taller de Bernardino Campi. Según otras, Blanca, su mamá, todavía estaba viva cuando las dos hermanas entraron al taller de Sebastián, serían las aprendices. Hasta este momento, Amílcar se había afanado en darles una educación esmerada, de pulidas damas renacentistas. Ahora las hijas aprenderían un oficio.
Amílcar era un noble, un aristócrata, pero —como en la fábula del príncipe y el mendigo— pasó los primeros 17 años de su vida descastado, un hijo no reconocido, un hijo natural que no recibió educación ni vivió en la holgura, un bastardo. Tal vez por esto actuaba conforme a sus propios deseos, no apegándose a la letra a la costumbre. Porque una cosa era barnizar a una señorita aristócrata con música, letras y bordados, y otra muy diferente otorgarle un oficio
—y para colmo uno tan mal visto, incluso para el hijo varón de una buena familia (está de ejemplo el caso de Miguel Ángel, de familia noble; su padre vivió como una afrenta que el hijo quisiera aprender a ser pintor, a un hombre dedicado al comercio de la lana esto le parecía un oficio deleznable).
Pero Amílcar no reparó en llevarle la contra a los usos y costumbres.
Sólo tenía un hijo, Asdrúbal, el menor de los seis que le había dado Blanca, la mamá de Sofonisba. Pongamos como ejemplo un retrato que pintó Sofonisba, un cuadro de la familia: Amílcar, el padre, Asdrúbal, el hijo, y Minerva, la segunda de las hijas. En total hay cuatro figuras, si contamos al perro, y dos ambientes —la casa y el Mundo.
Amílcar tiene un brazo y una mano sobre el hijo, que a su vez descansa su mano sobre la otra del padre, confiado en el afecto que éste le dispensa. La otra mano del hijo coge la espada, cosas de hombres de “buena” clase, muestra de poder. El hijo Asdrúbal y el padre Amílcar ostentan un visible romance. El hijo mira al padre, y éste muestra al espectador con orgullo a su hijo. El padre abraza al hijo, lo toca, lo exhibe. Minerva, la única de las seis hijas aquí representada, baja los ojos. Está fuera del círculo de los varones, del círculo del orgullo paterno. El padre no la toca.
En otros retratos familiares que pintó Sofonisba, los afectos se expresan con el contacto corporal, la madre abraza a la hija: el marido toca a la mujer (alguien ha conjeturado que es Sofonisba con su primer marido, el siciliano con quien la casó Felipe II, el Conde Moncada, pero no puede ser, ni por las ropas, ni el insustituible rostro de la artista). En un retrato de Giovanni Battista Moroni, que por error fue atribuido a Sofonisba hasta hace poco, el padre toca por igual a hijo e hija. Nótese cómo el hijo es quien está “contemplando” a la hermana, y la contemplación lo obliga a “elevar” la Mirada.
En el que nos interesa —por cierto en extremo inusual para su tiempo—, Minerva acaricia con su mano un ramito de flores, con la otra se levanta un poco el vestido. El perro, como la espada, son del hijo varón, él manda y mandará. Hay toda una novela escrita en este lienzo: las relaciones familiares, las tradiciones, su posición en la sociedad, las rudezas de la división por género, y los motivos de Amílcar para enviar a las hijas a entrenarse en un oficio: si las mujeres de la casa aprendían a ser capaces de procurarse independencia económica, el varón, Asdrúbal, podría heredar el bulto del patrimonio familiar. Dándoles a las hijas mujeres un oficio, Amílcar Anguissola desprendía la carga económica que lastraría el patrimonio del único varón.
(Lo que son las cosas: Sofonisba ya muy entrada en años tuvo que socorrer al hermano, porque Asdrúbal se había arruinado, y ella era en cambio una artista conocida y rica. Escribió al rey de España para que pasara al hermano el pago de la pensión que le había asignado a ella —por no hablar del otro pago acordado desde que entró a la Corte, una parte de los impuestos a los vinos en Cremona.)
En el que tal vez sea su cuadro más querido, El juego de ajedrez, el cruce de miradas no tiene desperdicio: la menor mira a quien la antecede, y ésta a la primogénita. Pertenecen a un círculo de dicha y amor filial que la pintora comparte con nosotros. Estamos claramente ante una escena íntima; nadie posa para el espectador. La mayor, que ha clavado la mirada en Sofonisba, parece decirle: “mira la jugada que estoy por hacer, ponte atenta”, y al convidar a Sofonisba al tablero, y al estar nosotros entre Sofonisba y ella, quedamos invitados a su círculo. Dejemos por el momento al lado a la mujer adulta que las acompaña. Las niñas visten ropas elegantísimas, ricas; llevan los cabellos adornados con joyas; el tablero da a entender que para las tres ha habido y habrá acceso a la holgura, el placer del juego, la práctica de la inteligencia, la reflexión: privilegios sociales. La escena de interiores ocurre sin mediar paredes con el mundo.
Lucía y Sofonisba conocieron los secretos del oficio en el estudio de Sebastián Campi, un retratista de cierto renombre. Como eran mujeres, no se les permitió aprender anatomía, nada de disecciones o averiguaciones tan “contrarias” a la “pudicia femenil”, así estuvieran tan en boga… aunque se practicaran en secreto —el mismo Miguel Ángel y Leonardo debieron hacer sus estudios en los cuerpos muertos a espaldas del ojo público—. Fuera de esto, Campi las entrenó con pericia para ser retratistas, enseñándoles todos los secretos del oficio, de pe a pa.
Cuando en 1559 Campi obtuvo una comisión hacia Milán, Sofonisba pintó, tal vez a modo de despedida, un retrato de ellos dos, llamado Sebastián Campi pinta el retrato de Sofonisba. En éste, el maestro sí toca a Sofonisba, hay una relación de afecto. Sofonisba aparece pintada por la mano de Campi, y Campi pintado por la mano de Sofonisba. La obra de Sofonisba, según Sofonisba —el rostro de Campi—, es más compleja, tiene más hondura psicológica, más penetración; los claroscuros son también de hechura más fina. Sofonisba hace una declaración que no es hija de la arrogancia sino del sentido común: “yo soy mejor pintora que mi maestro”.
De no haberlo querido dejar dicho, podría haber optado por diferentes fórmulas, bien pintarlo de peor manera que él a ella, para dejar bien claro que ella era una “aprendiz”, u optar por una composición más retórica, como la que hiciera con otra pareja maestro-alumna. En esta pintura (1546, Retrato de Giorgio Giulio Clovis), Sofonisba dispuso a la alumna en el medallón que sujeta la mano del maestro. Y ella no era poca cosa: Lavina Teerline fue nombrada pintora de la corte inglesa en 1546 por Enrique VIII, cuatro años después de la muerte de su predecesor, Hans Holbein. Al ponerla en el medallón, Sofonisba no quiere necesariamente restarle rango, solamente dejar claro que el retrato es el del Giorgio Giulio Clovis. La persona que figurará en el lienzo no obedecerá necesariamente los rangos que impone Mundo.
Sebastián Campi le había regalado el bien sin par del oficio. La había iniciado en los secretos, le había abierto el cofre de los tesoros. Ahora Sofonisba tenía que entrar a la mina con sus propios pies. Y al hacerlo, ¿por qué camino opta? Por el que ella pintó que era el de su maestro. Los más de sus retratos parecen más en la tónica y el estilo de la mano que ella pintó que pintaba Campi, y que no es precisamente el estilo de Campi, sino un Campi visto con los ojos de Sofonisba.
Sofonisba Anguissola no tuvo ninguna necesidad de romper con lo que ella aceptaba como el entrenamiento de su maestro. La enseñanza recibida fue su tesoro para el resto de su vida. Las enseñanzas, y las relaciones: por su nexo con Campi viajó a Milán, por su nexo con Campi encontró el camino profesional hacia Roma, al círculo de Miguel Ángel, y fue al lado de Campi como conoció al futuro rey de España, Felipe II, quien años después la contrataría como la pintora de su corte. Su maestro, su iniciador, será también su sendero, su guía para ascender a las cumbres de la gloria profesional.
Regresemos a Rosario Castellanos, al retrato de la niña que escribió —o pintó— en Balún Canán. Una niña sin nombre crece en Comitán. Tiene un hermano, David, que será el heredero de todos los bienes de la familia. Ella, como es mujer, no tiene derecho ni a tocar los bienes del hermano (“No juegues con estas cosas —le dice la mamá a la niña cuando la sorprende leyendo unos papeles tomados sin permiso de las gavetas del escritorio del padre—. Son la herencia de Mario. Del varón.”). Hay muchas otras cosas que no son para ella, un sinnúmero que no lo serán nunca en su adultez, y una cantidad irracional que no lo son desde la infancia. Por un motivo: es mujer. Un ejemplo tangible es ir a volar papalotes, es un placer y un gusto reservado a los varones:
Es la temporada en que las familias traen a los niños para que vuelen los papalotes. Hay muchos en el cielo. Allí está el de Mario. Es de papel de china, azul, verde y rojo. Tiene una larguísima cauda. Allí está, arriba, sonando como a punto de rasgarse, más gallardo y aventurero que ninguno. Con mucho cordel para que suba y se balancee y ningún otro lo alcance.
Los mayores cruzan apuestas. Los niños corren, arrastrados por sus papalotes que buscan la corriente más propicia. Mario tropieza y cae, sangran sus rodillas ásperas. Pero no suelta el cordel y se levanta sin fijarse en lo que le ha sucedido y sigue corriendo. Nosotras miramos, apartadas de los varones, desde nuestro lugar.
Como la Minerva de Sofonisba, su mano no toca la espada, ni su pie roza el perro en el que practicará el arte del dominio.
Pero no es la pérdida del papalote y lo que ésta anuncia lo que más falta a la niña. La sin nombre está relegada también del abrazo, como la Minerva que pintó Sofonisba. Aunque vive la madre, porque ser mujer es algo parecido a una muerta (literalmente, según dice en el monólogo que le escribió la Castellanos, “una gallina comprada”, que tiene como único motivo de orgullo a su hijo varón: “gracias a Dios tengo mis dos hijos. Y uno es varón”). Pero alguien acoge a la niña sin nombre: su nana india. Y esta nana india se convierte no sólo en el abrazo restaurador, no sólo en la compañía incondicional, materna, no sólo en su respaldo, no sólo en el afecto que ilumina su corazón de niña, sino también en su Maestra, en quien la inicia en todos los secretos de su pueblo, de la Naturaleza, de la vida. La nana le revelará los tesoros del mundo. Cito el comienzo de esta novela:
—Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…
—No me cuentes eso, nana.
—¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís?
—No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la izquierda.
La nana es para esa niña, lo que Sebastián Campi fue para Sofonisba Anguissola, no la que aparece como maestra en la novela, una solterona ignorante que da clases de a quinta. La nana, que transmite la tradición milenaria y sabia —y diferente— del mundo indio a la niña, es la verdadera Iniciadora.
La niña sin nombre es un autorretrato ficcionalizado, como el de Minerva por Sofonisba. Y en este retrato ficcionalizado de Balún Canán queda claro que la nana es la iniciadora, la guía, la luz. Y es un punto más allá que Sebastián Campi: porque la nana sabe siempre más que la niña sin nombre. La niña sin nombre nunca podrá aventajarla en su territorio.
Su territorio es el del sentido profundo y verdadero de las cosas de este mundo. Su territorio es la poesía, el ánima del poeta.
Pero la relación que la artista mexicana guardará con esta maestra asumida, y exhibida en su obra, su maestra india, será muy diferente que la que guardará Sofonisba con Sebastián Campi. La niña sin nombre, la desplazada, deja de vivir en el margen, “baja” a la Ciudad, entra al aula universitaria, se vuelve una más del mundo de los “blancos” a los que no pertenece su maestra.
La nana le ha legado un tesoro sin par. La niña sabe y de sobra que ésa es su fuerza, que ése es su capital poético. Lo demás está desde hace siglos siempre en riesgo: las riquezas del hombre blanco descansan a perpetuidad sobre una montaña de violencia, pero en todo caso ella no las va a heredar, todo es para el hermano varón. Pero lo más pertinente es que la herencia que le ha dado la nana india es intocable. Nada puede destruirla. Es otra cosmogonía, otro orden del mundo, donde las cosas sí hacen sentido, no se han incorporado al baile irracional de lo desechable. Y la niña la penetra porque tiene su Ariadna, su nana india.
Sólo que, contrario a la sabiduría que adquirió Sofonisba de su maestro Campi, lo que la nana comparte con la sin nombre no le abrirá las puertas del mundo. La india es una más de los despojados, de los desposeídos, de los atropellados, de los esclavos del hombre blanco. Para hacer las cosas peor, como ella ama al hombre blanco se sabe una traidora, tiene el estigma de la Malinche, se sabe marcada, tiene miedo de los suyos, de sus brujos, de sus poderes; vive con una llaga abierta; sabe que no está siendo leal a los suyos. Ni siquiera puede abrirle la puerta de la comunidad india a “su” niña. La del mundo de los hombres blancos, por supuesto que no puede abrirla, si no es “más que” una india. Y la de los indios, imposible, porque es una descastada, una desleal.
Ha podido heredar a la sin nombre la sabiduría, pero no el acceso al poder de los que se guardan y protegen del poder devastador del hombre blanco, el contrapoder indio. Lo recuerda, pero no puede heredarlo a la niña. Sólo su memoria, pero no la clave de acceso, de pertenencia.
La llave que la india le ha dado a esta niña sin nombre es y no es eficaz. Al haberle heredado su sabiduría, la ha dotado de voz, de voz poética, del sentido poético del mundo. La ha hecho comprender el ser del viento:
Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se remanza al mediodía, cuando el reloj del Cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las muchachas. Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande.
La fuerza de la niña sin nombre, su maravilla, su tesoro, está en esta herencia. Es su voz poética lo que ha descubierto por la iniciación de la nana india. El viento, el sentido del mundo. Y —repito— su voz: el tono subterráneo que la hará ser en su madurez la voz más telúrica y trepidante de la poesía mexicana en su momento.
Pero esta llave donada por la nana no le puede abrir la puerta al sendero que la llevará al mundo, a conquistarlo, a abrirle espacio a su voz. La sin nombre no puede, por el camino de una india, acceder a su crecimiento y a su desarrollo profesional. Tendrá que pagar su entrada con un sacrificio. Su maestra deberá ser dejada atrás para que la alumna recorra mundo. La alumna la retrata en Balún Canán como una maestra siempre superior —no como Sofonisba retrata a Campi, dejando por hecho que lo ha sobrepasado—. Así sea de esta manera, la niña se ve forzada a abandonar a su maestra para abrirle espacio a su voz. Debe romper con ella. Debe perderla.
Ella tendrá encarnada esta voz heredada, será la portadora de la herencia magnífica de la memoria del mundo indio. Pero sabe que ha perdido algo para ganar espacio. Ella ocupa ahora el lugar simbólico del padre. El que viola a las indias, el que abusa de sus hombres, el que devora sus bienes, el que los esclaviza, el que es el usurpador, el destructor, su gobernante. Y el que también conoce su lengua y los comprende.
Vuelvo al retrato de familia que pintó Sofonisba. Al visitarlo, no hice énfasis en un detalle: la falda de Minerva.
Algunos críticos dicen que la pintura no fue terminada nunca. Y no se explican cómo lo dejó así la pintora hasta el fin de sus días, porque el lienzo vivió colgado en la casa de los varones Anguissola. Yo creo que lo dejó así voluntariamente. A través de la ventana vemos el mundo, pintado con esa técnica que tanto gustaba a Leonardo, el difumino. Ahora pongamos el ojo en la falda de Minerva. Es verdad que no termina, que la niña no tiene el pie en el piso, que el abrazo que le niega el padre la ha dejado “desterrada”. Pero la hermana, la preciosa Sofonisba, le ha pintado un mundo al cual pertenece: el mundo “de afuera”. El de la casa la ha dejado volando, pero el que la espera afuera de la ventana, la emparenta. Su falda, como el monte, el cielo, los caminos de la tierra, se difumina. Su vestido la hace ser una habitante del Mundo. Su pie ingresó ya en el Mundo. El padre no la abraza a ella, el círculo familiar se cierra entre los dos varones. Pero ella ha encontrado su pertenencia, su arraigo, su piso: es el Mundo.
La niña sin nombre de Balún Canán en la escena en que el hermano vuela el papalote, despojada del equivalente de la espada y el perro, tiene también, en correspondencia con Minerva, el Mundo a sus pies. Desde su lugar, “apartada” de los varones, la niña exclama:
¡Qué alrededor tan inmenso! Una llanura sin rebaños donde el único animal que trisca es el viento. Y cómo se encabrita a veces y derriba los pájaros que han venido a posarse tímidamente en su grupa. Y cómo relincha. ¡Con qué libertad! ¡Con qué brío!
Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y ésta la compañía de todas mis horas.
La “compañía de todas mis horas”, la “voz” que la niña sin nombre ha estado escuchando desde que nació está “afuera”, en el Mundo. Ahí tiene sus pies, ahí está su pertenencia. La nana, su guía, su maestra, lo comprende. Después de que el papalote de Mario a ganado y han vuelto a casa, la niña corre a “comunicarle la noticia”.
—¿Sabes? Hoy he conocido al viento.
Ella no interrumpe su labor. Continúa desgranando el maíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta.
—Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo.
Tanto la niña sin nombre en que retrata su infancia la Castellanos como la Minerva de Sofonisba, tienen en su femenina “diferencia” una fuerza que las conecta de manera inmediata y “poética” con el Mundo, que les “da”, les “otorga” el Mundo. En la “falda” de la sabiduría de la de Castellanos, la nana otorga su aprobación. En la de Minerva, Sofonisba otorga, al dejarla “afuera”, sin “detallar”, en “difumino” una certeza: es algo que nadie podrá nunca tocar. Es su secreto hecho visible. Es la mirada que no se planta pero funda. Y aquí algo más: la mirada de Amílcar el padre, que no cae en Minerva —como tampoco sus manos— de manera indirecta la “abraza”, pues cae con una fuerza sin igual en Sofonisba, en la artista, y ella crea, en esas miradas que van y vienen un círculo de calidez que nos hace también a nosotros los espectadores ser parte de esa “familia”, de ese “afecto”.
La niña sin nombre de Balún Canán, espejo de la infancia comiteca de la autora, también ha sido desarraigada porque ha nacido mujer. En el punto preciso de su desarraigo se ha instalado la nana María. En ese punto —como en la falda difuminada de Minerva— la nana le ha dado el secreto de una voz que es la columna vertebral de su pueblo. Y esa voz —rica, sabia, bella— es la voz de la Tierra. Esa voz le da pertenencia. Esa voz es ella, la gran Rosario Castellanos.
Pero, contrario a lo que ocurrirá con el retrato ficcionalizado de Sofonisba, el de Minerva, esa voz no es la llave, como ya dije. Tendrá que blanquear la voz para poder conquistar, ganar poder. La mujer blanca, la güerita, la Embajadora, la funcionaria estatal, del infame gobierno de Chiapas, del Instituto Indigenista, la Profesora de la UNAM —todas esas puertas que su identidad india no hubiera podido abrirle—, la Escritora (con muchas mayúsculas) deberá engolar la voz, volverla mandatoria para que la oigan, deberá forzarla como para que parezca capaz de dar órdenes. Tendrá que imitar al que tiene la vara de mando, al que empuña la espada, al que gobierna.
Y bajo ese tono, su fuerza subterránea, su identidad india, su sabiduría ancestral, su belleza, cargada siempre de la conciencia de una pérdida mayúscula, del sacrificio que ha debido hacer para conquistar. Un sacrificio que no necesitó hacer Sofonisba. Su iniciador fue la llave al mundo. La iniciadora de Rosario Castellanos la acompañará siempre. Y esa blanca genial sabrá que su poder, su voz poética, su genialidad misma, estará en su herencia maya.
La nana, repito, la que cuidaba de la niña sin nombre, la iniciaba. Su compañía le daba alas. La acompañante obligatoria de Sofonisba, en cambio, como vimos en la ausencia de lecciones de autoanatomía, era un escudo contra el conocimiento de ciertas cosas del mundo (porque mundo es el cuerpo).
Boullosa. Sus libros más recientes son La novela perfecta (Alfaguara, 2006) y El Velázquez de París (Siruela, 2007).
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