28 oct 2008

Algo sobre Xavier Vargas Pardo...


Fragmento de:


JOSÉ RUBÉN ROMERO Y XAVIER VARGAS PARDO: DOS NARRADORES MICHOACANOS


Mario Raúl Guzmán


"...Hubo que esperar al inicio de la década de los sesenta para que otro escritor michoacano trazara –con el material de los sueños rurales y campesinos de esa región del país– un paisaje geográfico y humano indemne a la doble plaga del costumbrismo y el pintoresquismo.


En efecto, Xavier Vargas Pardo, nacido en Tingüindín en 1923 y muerto en Guadalajara en 1985, publicó en 1961 Céfero, un volumen integrado por once cuentos cuyas virtudes narrativas despliegan su máxima eficacia en el registro memorioso de la violencia y la muerte como instrumentos inexorables del destino.


El título le viene al libro del nombre del portador de la voz narrativa, Ceferino Uritzi, Céfero para los amigos, protagonista en algunos cuentos, agonista en otros, observador sagaz de lo inesperado y de lo insólito que laten en el corazón del detalle, cronista consumado y, sobre todo, testigo apasionado y ecuánime (una rara mezcla caracterológica lograda con pulso envidiable, y extendida con ingenio y perspicacia a lo largo del discurso narrativo).


El primer cuento del volumen se resuelve con un apunte desencantado y mordaz acerca de la impunidad y la nula acción de la justicia. De qué diversas maneras reaccionamos a la hora en que la vida nos coloca en situación de trance mortal, es el tema del segundo. Una atmósfera festiva se transforma –en el tercero– en una alucinación colectiva atizada por la pervivencia del diablo en el imaginario popular. El cuarto trata del infortunio atribuible al poder de un maleficio. En el quinto se exhibe, sin admonición moral alguna, el fruto funesto de la pugna entre la obcecación de una madre y el empecinamiento del hijo. En el sexto se vindica el castigo cruento que recibe la maldad por martirizar a la virtud. El séptimo describe la venganza urdida por un ser inerme vapuleado con crueldad. El octavo nos recuerda que es eterna la sordidez de la avaricia. El noveno esgrime una sutil ironía frente a los estragos causados sin dolo por una mano inocente. El décimo describe el horror de la deshonra. El onceavo refiere un dilatado episodio de humillación y ultraje.


Es posible ensayar múltiples maneras de resumir los temas que contienen los relatos de Xavier Vargas Pardo. Todas serán injustas, desde luego la mía que antecede, tan esquemática y gélida, porque los temas se entreveran, o subyacen a la pura acción narrativa, o nada más se sugieren en el transcurso de los sucesos, o se van difuminando en la progresión dramática, o sencillamente pierden gravedad en el instante del desenlace. (Como en todo buen libro de ficciones breves, las historias están en éste por encima de los temas: los trascienden, se sobreponen a ellos.) Pueden también intentarse varias formas de extractar estos cuentos, pero invariablemente resultarán inexcusables por empobrecedoras de su potencia narrativa. Una de las habilidades que más sorprende al leer los relatos de Céfero es la manera –parsimoniosa o vertiginosa, según el caso– de dar cuenta de la irrupción de la violencia y la muerte en el paisaje narrativo; el lenguaje elaboradísimo mas notablemente fluido y sencillo (cargado de giros regionales pero sin afectación alguna) con que registra de qué distintas maneras la muerte acomete, embiste o se abalanza sobre los personajes con tal fuerza sorpresiva que disloca en un instante el curso de sus vidas. Del fondo turbio o cristalino de estos relatos irónicos o amargos emerge la muerte inopinada y abrupta, la muerte absurda e inmerecida, la muerte justiciera y vengadora. La muerte que acecha en algún recodo del camino o a la vuelta de una esquina, o tras la milpa: tal es el meollo de estos relatos, tal la materia que se encrespa en el centro o en los márgenes de estas vidas imaginarias.

Los personajes de José Rubén Romero –él mismo de manera señaladamente autobiográfica– recorren muchos caminos y se detienen (para prosperar o para resarcirse de descalabros pecuniarios o de remociones burocráticas) en Ario de Rosales, Tacámbaro, Pátzcuaro, Sahuayo, Santa Clara del Cobre, Huetamo, Tzirahuén, Morelia... La capital michoacana, criolla y mestiza, apenas es mencionada en un cuento de Vargas Pardo. Sus personajes andan más bien (buscando trabajo o salvando el pellejo) por los rumbos de Panindícuaro, Tierra Caliente, Apatzingán, Huetamo, Erongarícuaro, Xhániro, Ajuno, Zacapu, Atapan, Pichátaro, Tingüindín, Chucandirán, Puréparo, Paracho, Pajacuarán, Tacáscuaro, Sirío, Peribán, Tzirapo, Santiago Conguripo, Tanhuato, Tecari, el Pico de Patamban...


Pito Pérez, el personaje de Romero vuelto memorable por obra y gracia del gran Medel, es un pícaro taciturno, un aprendiz de ángel caído, un pobre diablo enternecedor, un granuja que cuenta ya en el ocaso sus antiguas correrías, un desdichado que se solaza en el alcohol para soportar la hipocresía ambiente, un renegado del trabajo, un espantajo que aguarda a la muerte con la botella en la mano...


A Céfero, oriundo de Tingambato (según él mismo confiesa en algún momento, sin darle importancia al hecho), lo encontramos trabajando en oficios varios, o en busca de un lugar donde ganarse el sustento. “Ser arriero fue mi primer giro”, recuerda en “Timbiriches en el cielo” mientras trabaja como albañil en la construcción de una fábrica. En “El Churingo” se la rifa como arriero que va y viene por las veredas llevando y trayendo mercancías para venderlas. En “Las Guananchas” es peón en una hacienda: “Yo nomás la hacía de becerrero entonces” (llevar y traer a los animales a los potreros y ayudar a la ordeña muy temprano). En “El anillo del zanate” cobra paga como soldado raso de infantería que cuenta las peripecias de su vida militar. En “Bembéricua” llega a trabajar a un aserradero para librarse del hambre. En “Donde crecen las terecuas” sobrevive gracias al oficio de pajarero. En “Quince ahorcados a Jiquilpan” Céfero gana sueldo de peón “traspaliando café o desgranando mazorca”. “Las cosas se van hilvanando y nadie sabe al día siguiente en qué zayate despierta...”, se dice a sí mismo cuando va a pedir trabajo en el aserradero de Atapan.


Los relatos de Céfero son sumamente eficaces a la hora del detalle escabroso, cuando la anécdota corre el riesgo de despeñarse en lo truculento. Gracias a la pincelada irónica sus atmósferas sangrientas se libran de lo tremendista; da vueltas la vida de estos personajes en el aire turbulento del destino, pero la cara pastoril de la moneda nunca la vemos en el suelo, por fortuna.


Nada más alejado de la visión narrativa de Vargas Pardo que la acaramelada descripción de la violencia en los libros de Romero. Véase si no la estampa idílica de las cárceles michoacanas proporcionada en La vida inútil de Pito Pérez (1938):


“En las cárceles de los pueblos –dice Jesús Pérez Gaona por voluntad que le dicta Romero– encontré a honrados y caballerosos ciudadanos, aprehendidos para substituir a personas que gozaban de libertad absoluta. Reina en ellas un espíritu infantil que hace a los reclusos orinarse en los zapatos de sus compañeros, como una inocente diversión; aún hay sentimientos generosos y nadie se muere de hambre, a pesar de la buena voluntad del Gobierno, que ha suprimido el rancho de los presos, como cosa superflua. El que tiene comida, porque se la llevan de su casa, la comparte con el que no la tiene, y al que no le ven cobija, le mientan la madre, con solicitud, para que se caliente. ¡Los banquetes que yo me he dado dentro de la cárcel, aceptando de mis colegas, ya un plato de arroz, ya un chile relleno, a cambio de una consulta de tinterillo, o de una afectuosa palmadita en la espalda!


“La vida dentro de nuestras cárceles tiene cierto calor de familia, algo de hermandad religiosa, con pactos y contraseñas de sociedad secreta.


“(...) Después de las comidas –no encuentro apropiado decir de sobremesa– se discute de política y se retocan los retratos de las primeras autoridades del pueblo, sin olvidar detalles de familia.


“Por las tardes, a la hora triste de ocultarse el sol, cuando las rejas simulan cruces ensangrentadas por la mano criminal del crepúsculo, las almas se conmueven con el paisaje que adivinan, y surge a coro una canción que se repite como un salmo y repercute en el aire como un doloroso gemido”.


Habría que tener a la mano pruebas testimoniales o hemerográficas de la vida en las cárceles michoacanas en el periodo que abarca esa descripción bucólica y franciscana; mientras tanto, tengo mis dudas de que la única mano criminal tras las rejas haya sido por aquel entonces la mano del crepúsculo.


Es curioso, pero la violencia que agita la comarca narrativa de Xavier Vargas Pardo excluye la experiencia carcelaria. Ni criminales ni bandoleros van a dar con sus huesos a la penitenciaría; Céfero no relata nada que le haya ocurrido a nadie tras las rejas. Casi todo lo sórdido y artero y ruin acaece a cielo abierto.


En “Timbiriches en el cielo” Céfero cuenta, diez años después de ocurrido, una agresión criminal que casi le cuesta la vida. Un balazo en el cuello y una cuchillada a manos de un desconocido en una calle oscura lo postran varios meses y su voz es la de un resucitado. En “El Churingo” Céfero relata el grave peligro que corrió al quedar atrapado en una mina junto con dos peones y un arriero, adonde habían entrado en busca de abono de murciélago. Uno de los peones (un asesino avieso apodado “El Churingo”) tiene ahí una muerte espantosa. En “Las Guananchas” hay una animada fiesta, en la que aparecen, sin invitación, “las guananchas” (danzantes disfrazados de mujeres), uno de los cuales saca a bailar a una jovencita (de familia “principal”); y, en una suerte de encantamiento, todos ven ascender a la pareja que baila en el aire. La muerte súbita de la bella muchacha pone fin al festejo. En “El anillo del zanate” se desata una balacera entre soldados y asaltantes de un tren, quienes matan a un tipo misterioso que trae consigo un anillo con una piedra negra en forma de zanate; el anillo lo roba un soldado al que luego cercenan la mano en un acalorado juego de cartas. En “El bombín” un sobrino de Céfero se parte el cráneo y muere desangrado, ante la mirada atónita de circunstantes que ignoran la historia que precede a ese accidente. En “Bembéricua” un peón con fama regional de asesino de mujeres asedia a una joven viuda con tres o cuatro meses de embarazo (a su marido lo asesinaron en circunstancia no aclarada) hasta que la embosca y le inflinge un tormento pavoroso. Céfero y otros tres trabajadores le dan caza al torvo asesino, lo amarran a un tronco y con la sierra eléctrica lo parten en dos mitades, que entierran en hoyos distintos. En “Pancho Papadas” los once hijos de un fabricante de toritos y juegos pirotécnicos atormentan a un mono huasteco hasta que éste provoca una explosión que mata a la familia entera del cuetero, excepto a la cotorra de la casa. En “El Zurumato” un viejito, harto de ser atormentado por su mujer, se suicida cortándose el cuello de un navajazo; la viejita, libre ya del marido, se dedica a contar (con fruición digna del señor Grandet) las monedas de oro que atesora, en compañía de un tonto de pueblo quien termina asesinándola y huye con el dinero. El cadáver putrefacto de la viejita es descubierto en el fondo del pozo. En “Donde crecen las terecuas” una mujer muere por congestión alcohólica, y su pequeña y extraña hija mata sin querer al cura y a su asistente con hongos venenosos. En “Quince ahorcados a Jiquilpan” la acción se desarrolla en ese tiempo de la Revolución en que amplias zonas de Michoacán estaban infestadas de gavillas; una de ellas llega intempestivamente al pueblo donde Céfero tiene amoríos con la hija de su patrón. Los gavilleros secuestran a la muchacha. Al llegar tropa del ejército los bandidos huyen del pueblo y se llevan de rehenes a 14 personas y a la muchacha, por la que esperan cobrar un cuantioso rescate. El patrón reúne el dinero y con Céfero siguen el rastro de los bandoleros. En el camino van viendo colgados, uno a uno, a los 14 lugareños; la hija del patrón y novia de Céfero, ultrajada y muerta, es la última víctima. En “Dios mediante” dos truhanes se disputan un terreno que colinda con las propiedades de ambos. Contra el dueño del lugar, un viejo que es padrino de Céfero, desatan una violencia inaudita hasta el extremo macabro de desenterrar y colgar de un fresno los restos mortales de su madre. El cuento termina como comienza: el padrino de Céfero se aleja para siempre de su tierra, con los huesos de su progenitora al hombro.

IV¿Quién fue Xavier Vargas Pardo? Un tipo que en 1959 buscó a Gastón García Cantú en el diario Excélsior. Le llevó sus cuentos, y al historiador le parecieron buenos. Luego, el cuentista Edmundo Valadés los consideró magníficos. Finalmente, Henrique González Casanova decidió incluirlos en la Colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica en 1961. (Él era director de dicha colección.) Tales son los datos que ofrece el texto de contraportada de la reciente segunda edición de Céfero. Raúl Guerrero, el editor responsable, me ha comentado que no hay rastro alguno de Vargas Pardo en las enciclopedias y diccionarios literarios. En el FCE el título está descatalogado hace mucho tiempo. Todo parece indicar –me dice Guerrero– que los especialistas no han reparado en la existencia de este escritor michoacano. O tal vez, digo yo, sí leyeron los cuentos de Céfero y los desestimaron por juzgarlos pastiches rulfianos. Quizás eso es lo que ha ocurrido. Hay que recordar que tras la aparición en 1953 de El llano en llamas se produjo una andanada de imitaciones de los relatos de Juan Rulfo. Baste citar al respecto Cuentos del desierto,[1][7] de Emma Dolujanoff, y Cañón de Juchipila, de Tomás Mojarro. “Dios mediante”, último relato de Céfero, guarda similitudes (¿o serán influencias?) asombrosas con “Diles que no me maten”, de Rulfo. Sin embargo, los cuentos de Vargas Pardo no son calcas de los cuentos de El llano en llamas. (Incluso, creo que tres o cuatro del michoacano no le piden nada a los del jalisciense, y acaso los superan.) Es una simple opinión, y sé que tendría que sustentarla mediante una lectura comparada, empeño que rebasa el margen de este trabajo. Mas intuyo que el propio Rulfo habría desdeñado los relatos de Céfero si hubiera advertido en ellos la astucia de un buen falsificador. Cuando el autor de “Luvina” leyó los cuentos de Vargas Pardo, dijo escuetamente: “Éste se las sabe todas "




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